lunes, 27 de octubre de 2014

De la crónica al cuento policial


¡Hay que jugarse!

Miré ansioso el reloj. Faltaban diez minutos para que tocara el timbre de salida, pero el tiempo no pasaba nunca. El profesor de Historia insistía en que estudiáramos más y nos portáramos mejor. Un discurso archiconocido que yo - un simple chico de 14 años,  de Laferrere partido de La Matanza, Buenos Aires-,  como cualquier otro de mi edad nunca se detenía a analizado.
De pronto me distrajo algo que pasaba en la calle. Acababa de estacionar un camión frigorífico en una antigua casa que se encontraba frente a los laterales de la escuela. Se bajó del vehículo un hombre de unos cuarenta años, morocho, alto y forzudo. Al poco rato, estacionó detrás del camión un Fiat Uno del que bajaron otros tres sujetos algo sospechosos, uno de ellos, muy joven. Se los notaba muy nerviosos, discutían. Por la distancia, imposible escuchar; pero los gestos eran más que elocuentes.
Inmediatamente, miré a Pancho y le hice señas para que tomara el papelito que había dejado en un banco vacío que nos separaba a ambos.
El mismo decía: “Acabo de ver algo sospechoso en la casona de enfrente”. Mi amigo sabía que me apasionaba la investigación policial y que, cuando fuera grande sería detective. Así que para no defraudarme me dijo “okey” con los labios. Le hice otra seña de que lo charlaríamos a la salida.
Por suerte el maldito timbre sonó y en pocos minutos, Pancho y yo nos encontrábamos en la vereda, pero ni el camión, ni el Uno estaban ya frente a la casona.
- Te habrá parecido extraño - me dijo Pancho. 
- Te digo que esos cuatro andaban en algo raro.
Seguimos caminando, de regreso a nuestras casas.
Al tomar la calle El Lazo, del barrio Altos de Laferrere,  creí ver el camión, pero no le dije nada a mi amigo.
Nos despedimos en la esquina de Tornquist. Eran casi la una cuando llegué a casa. Estaba mi papá sentado a la mesa mirando absorto las imágenes del noticiero televisivo. Cuando me dirigía al baño para lavarme las manos antes de comer, alcancé a escuchar que el periodista decía que dos de los asaltantes llevaban cautivos a los hombres hacia un Fiat Uno.
Sin pensarlo, volví al comedor y me senté junto a mi papá. Allí me enteré de que habían asesinado a un tal “Tate”, conductor de un camión frigorífico. Enseguida relacioné. 
- ¡Estaba seguro de que eran delicuentes! - grité.
Mi papá me miró asombrado esperando una explicación. Rapidísimo, le conté lo que había visto desde el aula frente a la casona.
Seguimos escuchando el noticiero. Uno de los damnificados, muy consternado, estaba declarando frente al cronista: … “el tipo nos ordenó que ayudáramos a Tate a subir al auto, pero debimos cargarlo, ya no podía caminar, después nos taparon con una manta para que no viéramos por qué camino nos llevaban. Les pedimos que llamaran a una ambulancia, pero se negaron. Finalmente nos dejaron con el cuerpo en la calle El Lazo, entre Guillermo Marconi y Tornquist, del barrio Altos de Laferrere, y ellos escaparon a alta velocidad. 
- Viste, papá. Eran ellos, eran ellos. 
- No seas novelero, te habrá parecido, es una casualidad.
Ante el descrédito de mi padre, no quise seguir insistiendo.

Apenas terminamos de almorzar, llamé a Pancho y le conté lo que había visto por televisión. Convenimos juntarnos a las cuatro, en su casa, con el pretexto de hacer una tarea. A las tres y cuarenta y cinco ya estaba tocando el timbre de Pancho.
Entré, subimos a su cuarto y le confesé a mi amigo que había tomado el número de la chapa patente del Fiat. 
- Me tenés que acompañar hasta la comisaría, a hacer la denuncia. 
- ¿Te parece? ¿No es arriesgado? ¿No nos meteremos en un lío? 
- ¡¡¡Hay que jugarse!!! - le dije. Mi amigo tenía las mismas convicciones que yo, por eso era mi amigo. 
- Bueno, dale, te acompaño.
Pancho le dijo a su mamá que íbamos a hacer un mandado, que regresaríamos en poco tiempo.
Ya en la seccional, nos enteramos de que el caso estaba a cargo del fiscal Carlos Arribas, jefe de la Unidad Funcional de Instrucción (UFI) temática de Homicidios del Departamento Judicial La Matanza.
Para nuestra sorpresa, el oficial que nos atendió, nos escuchó atentamente y además ¡nos creyó! Nos tomó declaración, diciéndonos que protegerían nuestros datos.
Volvimos reconfortados: habíamos hecho lo que teníamos que hacer.
A los dos días, los periódicos, la radio, el televisor, los sitios de Internet especializados en policiales daban cuenta de que los malhechores asesinos habían sido fácilmente localizados y detenidos.


Tanto Pancho como yo, estábamos muy complacidos, pero nuestra satisfacción fue aún más grande, cuando después de tres meses, el fiscal Carlos Arribas se presentó en persona en mi casa. Casualmente, se encontraba Pancho conmigo.
Al principio mis padres pensaron que estábamos en problemas, pero tras la charla que tuvieron con el funcionario, se los notaba contentos y orgullosos. 
- Gracias, chicos - nos dijo Arribas - sin ustedes, la causa hubiera sido muy difícil de resolver. Son los héroes anónimos de este caso, porque además de colaborar con nosotros, llevaron consuelo a la familia del pobre hombre asesinado quien iba a ser papá a pocos días de su deceso. 
- ¿Nació el bebé? - le pregunté. 
- Sí, es un varón.
Mientras el fiscal cruzaba la calle, pensaba que la ley de las compensaciones de la que tanto habla mi papá cuando hace referencia a situaciones de la vida, en ese momento era una "real realidad", valga la redundancia.



Tomás Pérez
Nicolás Pizzio
Lucía Carleta
Juliana Ortiz
María Inés Molla
“2do. “B”- TM